Yo esperaba, sentado,
en aquella baranda,
recolectaba piedritas
que artillaba al parterre,
giré la cabeza y se acercaba.
Altiva, serena, distante, apacible,
coleta eterna y rítmica
al compás de sus caderas,
estrecho cuello
su espalda recta, serpenteaba,
armónicas sus clavículas
a ritmo con sus caderas,
ampliadas en pro,
de su escueta cintura,
de eternas piernas,
de tacones de aguja,
de punta estrecha calzada,
como quien descarga en la tierra
un big bang de energía.
Y a su paso seguía un séquito
de bonitos olores,
de apetecibles sabores,
de mi imaginación alada,
en su piel perfecta.
Percatada de mi bobez,
paralizada la escena,
a mi altura sonrisas,
de su rostro, bellas,
las arrugas de su tez,
comisuras de su boca,
los pliegues de sus ojos,
raíces de felicidad,
marcada con los años.
Sin un simple parpadeo
se alejaba de mi,
vencido, recio deseo,
alcanzado en horizonte,
la flecha clavada no era
cavida en mi mente
la idea de ser de ella,
solo espectador de su paso.
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